lunes, 11 de junio de 2012

Facebook y la piratería


Martina se recibió de politóloga pero lo suyo era la organización de eventos, lo supo siempre. Aceptó un trabajo a través de un conocido en una de esas agencias y no le resultó difícil convertirse en wedding planner.

Después de seis años de una relación casi matrimonial que la agobiaba, le pidió a Pablo que se fuera de la casa en la que convivían. Se separó. Alguien como Martina, inquieta, imparable, no puede estar sola.

Una tarde, en un evento, se cruzó con Lucho, el sonidista. Se cayeron bien. Era un casamiento en San Antonio de Areco. En un recreo de trabajo, él le convidó una cerveza y cruzaron las primeras palabras fuera del protocolo laboral. Se sucedieron las fiestas y los encuentros. Empezaron a salir a escondidas de sus compañeros.

Eran los principios de Facebook. María Emilia se había armado uno, por intriga. Una noche que recuerda bien se puso a hacer lo que sin saber miles hacían al mismo tiempo: stalkear. Lucho no tenía Facebook porque le parecía una pelotudez. No conforme con las circunstancias, habiendo heredado la experiencia del rastreo de fotologs, buscó a los amigos de él y encontró a uno que prácticamente no conocía. Miró todas sus fotos. Descubrió una chica que estaba en todas las fotos con él: fotos familiares, fotos con amigos, en todos esos ámbitos de la vida de Lucho que ella nunca había conocido.

Pasaron días. Martina, la fuerte, la lanzada, la impostergable, le pidió solicitud de amistad a Paula. Le contó todo sin vueltas. Chatearon mucho. Paula le dijo que no era la primera vez que le pasaba, que Lucho estaba perdido, que estaba enfermo.  

Un viernes, después de un evento, Lucho llegó a su casa. Cuando Paula le abrió la puerta notó que la mesa estaba puesta para tres y que Martina era la invitada de honor.

Fue una cena tan entretenida que ninguno probó la comida.

Actualmente, Lucho y Paula siguen juntos. Martina volvió, frustrada, con Pablo.




Lo importante es que esas personas realmente existen. Esa es una historia real.

domingo, 3 de junio de 2012

Un reloj y un tango para despertar

-Siempre digo que no me importa morirme mañana, que ya viví la vida. Y me retan porque hablo mucho de la muerte. Pero recién te escuché cantar y me dio mucha lástima ser así de viejo -  le dijo Aldo a Carola. Después le pidió que volviera a tocar el tema alegre, el que dice un ranchito borracho de sueños y amor quiero yo.

Aldo y Juana viven a 500 kilómetros de Buenos Aires. El domingo, cuando Carola abrió la puerta y encontró del otro lado a sus abuelos, les notó la edad. Él -que antes hacía los mandados para todos, se subía al Peugeot 504 y le daba si era necesario hasta el fin del mundo - ahora daba pasos cortitos, caminaba lento y se dejaba dar la mano como ayuda.

Se quedaron una semana en casa de Carola, que se tomó esos días para aprovecharlos porque ya los estaba extrañando de una forma incómoda. Pasó de todo, si se entiende por "de todo" que compartieron días juntos.

El día anterior a que Aldo y Juana volvieran a su pequeña ciudad infierno grande, Carola tuvo insomnio. Todos se fueron a dormir menos ella. Entonces vinieron las preguntas atragantadas, todas juntas. Qué sentirá alguien de 80 años. Qué pensamientos esconderán los silencios de los viejos. Qué habrá al fondo, en aquella profundidad con que te miran a los ojos. Además de la idea de la muerte, ¿qué? Esa noche, su abuela le había dicho que cuando volvieran al pueblo iban a estar solos y aburridos. Lo había hecho en secreto, mientras la agarraba del brazo cuando volvían caminando del restaurante.

El nudo en la garganta estaba por estrangular a Carola. Todos esos días, se la había pasado cantándoles canciones a pedido. La llorona, un par de boleros desolados, otro par movidos, unos cuantos tangos que no sabía tocar en la guitarra pero igual lo hacía, la alegre del ranchito. Estaba agotada e incompleta.

Sentía que tenía que haberles dicho que no se preocuparan por ella, que estaba bien. A la abuela, más que nada, que le preguntaba todo el tiempo por el amor. Pero sólo le había dicho Abuela, es difícil porque las mujeres se entienden entre sí a todas las edades. Es como si el género sí definiera a las personas cuando se juntan distintas generaciones a tocar el mismo tema. Hace unos años, cuando se separó de Marcos, Juana fue la única que supo decirle algo que le llegara: "chiquita, no llores más, si lo que hay entre ustedes es grande no hay manera de que puedan evitarlo. Si esto realmente termina acá, es porque hay otra relación que espera y será enorme. Cuando uno se enamora, no te separás fácil, cedés un montón de cosas, das pelea, aguantás, insistís. Si así no es, que se pierda, soltalo, hoy te parece terrible pero no. Sos tan linda y tan joven".

Hacía apenas un rato, Aldo, antes de irse a dormir, le había pedido a Carola un despertador. Ella le llevó el nuevo, le mostró que sonaba fuertísimo, le contó que lo había buscado a propósito para poder despertarse, por fin, a la mañana. Él se había quedado deslumbrado frente el reloj: los números grandes, el sonido, el botón que hacía encender una luz para poder ver la hora en la mitad de la noche. Ella se lo regaló.

Carola se acordaba de ese interés inesperado de su abuelo por ese objeto y decidió que al otro día iba a ir a comprar el libro más completo de letras de tango para regalárselo a su abuela, que cantó toda su vida y la noche anterior le había dicho que la voz ya no le daba. Carola sabía que eso era mentira, la voz de Juana es eterna,  lo que no hacía era practicar porque se olvidaba las letras.

La pena inmensa de que tengamos que morirnos, era eso lo que anudaba la garganta. El único alivio posible - lo supo- era colaborar disimuladamente en el amanecer de sus abuelos, que en definitiva parecían querer expresar  que el miedo verdadero no era a morir sino a quedarse dormidos.