lunes, 27 de agosto de 2012

"Dar testimonio no es estar en la sala de tortura pero es un hecho tortuoso" - Entrevista a Miguel D´Agostino


“En 54 años de vida, 91 días no son nada” dice Miguel D´Agostino, quien estuvo secuestrado esa cantidad de tiempo durante 1977, en plena dictadura militar. Sin embargo, ese porcentaje ínfimo comparado con la totalidad de su vida es el que lo llevó, desde el momento de su liberación hasta el presente, a testimoniar una y otra vez en distintos juicios. Si bien los casos juzgados en ABO y ABO bis condenaron a algunos de sus represores, él es crítico de la Justicia y cree que la democracia tiene una deuda con su militancia y la de las miles de personas asesinadas y desaparecidas.
            D` Agostino llega con las manos en los bolsillos, observa hacia todos lados. Entra relajado al bar de Corrientes y Salguero. Las entrevistas le resultan familiares: lleva contando su historia desde hace tres décadas, de modo incansable. Toma el primer trago de café y empieza: “Tenía 18 años. Era militante político y dirigente estudiantil. Pertenecía a la Juventud Guevarista y al Partido Revolucionario de los Trabajadores. Me secuestraron el 2 de julio de 1977 en Castelar”. Fue a la madrugada. Lo llevaron al campo de concentración Club Atlético, en Paseo Colón y San Juan. “Allí permanecí 91 días, encadenado, tabicados los ojos, aislado e incomunicado del exterior” agrega, contundente. “No sé cómo sobreviví” dice D´Agostino, hace una pausa y sigue: “Quizás, porque no encontré la forma de suicidarme”.
            Lo arrancaron de la casa de sus padres. “Lo recuerdo claro: traspasar la puerta del chalecito de Castelar, salir a la vereda encapuchado, esposado y golpeado. En ese momento fue como si se hubiera generado un dispositivo en mi cabeza, una forma de resistir que fue la de considerarme muerto” cuenta, y pareciera que también se lo dice a sí mismo una vez más para ayudarse a comprender cómo resistió cada uno de los momentos que viviría. Agrega: “Me golpearon, me picanearon y dolía. Pero yo era un bulto. Mi cabeza estaba en otro lugar”.
            El 20 de septiembre de 1977, trasladaron a varias de las personas que estaban secuestradas en el Club Atlético Banco Olimpo, para exterminarlas. Desde hacía días, D´Agostino venía muy angustiado y le preguntó a Daniel Di Nella – a quien los secuestradores usaban como mano de obra esclava y por eso se movía por otros lados y tenía información - si lo iban a matar. El tipo le contestó: “Petiso, quedate tranquilo. Con vos hay otro proceso. Si no te largaron en esa tanda no va a pasar nada. A mí me matan pero a vos no”.
            Diez días después de aquellas palabras, a D´Agostino lo torturaron para saber qué sabía de su paso por ese lugar, lo llevaron a hablar con un Coronel que le dijo que iban a liberarlo pero que se portara bien, lo subieron a un auto y lo tiraron en la calle. Lo lanzaron junto a otro hombre en la puerta del Hospital Borda.
            Desde el 30 del septiembre de 1977 - día de su liberación - D´Agostino se dedicó a intentar reconstruir lo que había pasado. Vuelve a recordar el momento en que se había considerado muerto y describe: “Después de unos días de estar en el estado de las torturas, la leonera, la picana eléctrica, el interrogatorio, el golpe, los cadenazos, las quemaduras, empecé a tratar de recuperar la vida, por así decirlo. Quise, entonces, intentar algo. Intentar algo era conversar con otros, empezar a observar y registrar quiénes eran ellos. Me relacioné con personas que estaban ahí. Quería interpretar lo que estaba sucediendo”. Ese reencuentro consigo mismo fue el factor que le permitió, mucho después, dar testimonio en distintos juicios.
            El hecho de haber estado dispuesto a contar su experiencia desde el primer momento, lo ayudó a construir una memoria. “Mi primer testimonio es una carta a mi hermana, al exilio. Desde entonces, cada instancia que fui averiguando la iba transfiriendo a través de cartas”, cuenta D´Agostino. En 1979, logró cruzar a Uruguay y tomarse un avión a Bélgica, donde pudo contar lo que sabía y había vivido, en organizaciones no institucionales que estaban montadas afuera.
            La primera vez que testificó desde el punto de vista oral y público fue en el Juicio a las Juntas, en abril de 1984. Dice, sobre aquel día: “Yo venía de una formación político ideológica que no creía en la Justicia, en esta Justicia, que forma parte del Estado de Derecho de un gobierno democrático. Pensaba que no tenían ningún sentido esos juicios.” Cuando comenzó a funcionar la CONADEP - que se encargaba de recopilar testimonios y denuncias de personas que habían sido víctimas del terrorismo de Estado - quienes pensaban que ese no era el camino, entraron en crisis. A D´Agostino le pasó. “Pero era lo único que había así que fui”, dice. A pesar de que es un crítico justo – valga la redundancia – de la Justicia, siempre colaboró en los juicios por la verdad. “Lo hice y lo sigo haciendo porque es un espacio más dentro de la lucha, para que se conozcan estos hechos y la sociedad pueda condenarlos social y políticamente”, manifiesta. Y hace una aclaración: “Dar testimonio es uno de los sentidos que tiene mi sobrevida pero siempre participé sabiendo que es una Justicia que va a tratar de amortiguar los hechos, juzgar y condenar parcialmente para cerrar una etapa pero que en realidad va a contribuir muy poco al esclarecimiento y resolución del conflicto fundamental por el que nuestra generación participó de una militancia que llevó al terrorismo de Estado”.
            En general, D´Agostino busca instalar los conflictos que tiene respecto a lo judicial, mientras realiza sus testimonios. Lo dijo alguna vez en un Tribunal: “Estar acá, dar testimonio, no es estar en la sala de tortura pero es un hecho tortuoso, desde lo personal, desde lo psicológico. Hay que estar acá, frente a algunos de los que te torturaron, para estar relatando esto, sabiendo que no va a conducir a mucho”. Se refería a que en esas instancias no se resuelve un conflicto personal sino que se juzga lo que los represores y asesinos representaban y el marco dentro del que articulaban su accionar. La atomización de los juicios le parece un aspecto esencial en la falencia que describe: “No se ha logrado transmitir el todo. Es algo que lleva a cabo el poder burgués. Se juzga como si algunos represores aislados se hubieran unido para hacer daño a cinco o seis personas. Los juicios están atomizados. Ante la nada, sirven. Pero dificultan la comprensión de lo que sucedió. Habría que ir a todos para tener esa idea”.
            En 2010, D´Agostino testificó por primera vez por su caso, cuando comenzó el juicio ABO. Esa instancia judicial marcó una diferencia para él. Se investigaban 181 casos de personas que habían estado secuestradas en el Club Atlético Banco Olimpo. Aquella vez, la sentencia dictaminó que se condenara a prisión perpetua a doce de los imputados y a 25 años de prisión a otros cuatro. Uno de los represores quedó absuelto. En 2012, se inició el juicio ABO bis en donde se juzgaba a dos represores más, donde también testificó. En ambas sentencias, fueron condenados nueve de los represores que estaban imputados por su caso. Sus secuestradores siguen sin ser juzgados. Opina al respecto: “La justicia no fue completa en su trabajo en cuanto a la continuidad del delito: orden, ejecución del secuestro, del cautiverio y del exterminio. La figura de genocidio, además, no ha sido interpretada ni investigada por la justicia”.
            El sistema judicial y los contextos políticos han ido cambiando. D´ Agostino no niega que hayan sido cambios positivos pero cree que si bien la realidad se ha transformado, “el conflicto principal es el hambre, la miseria, y la falta de atención de un montón de seres humanos, de compatriotas de este país o de la región que viven en condiciones por las que nosotros luchamos para modificar. Vamos a poder decir que se hizo justicia si algún día la sociedad en su conjunto puede modificar esto”, dice.
            Para dar testimonio en el juicio ABO, D´Agostino hizo algo que no había hecho antes. Se tomó una semana para repasar todos los testimonios que tenía documentados, revisar si tenía contradicciones y leerlos para no olvidarse de nada. “Hice un repaso y articulé mas o menos una estructura”, cuenta. Después estuvo casi cinco horas frente a la jueza. “No quería olvidarme de nada. Por ahora tengo buena memoria”, agrega. En algo también se diferenció este juicio: en la marcada necesidad de un abrazo afectivo que lo contuviera al terminar su declaración porque “es duro estar dando testimonio en ese lugar, frente a esos tipos, con el compromiso y la presión de no olvidarse de nada”, expresa.
            La celeridad de los juicios, el modo en que actúa la Justicia, los contextos en que se testifica. Son aspectos que D´Agostino no puede dejar de lado cuando piensa en la experiencia de testimoniar. Expresa: “Me han preguntado si vi cómo torturaban a una persona. ¿Simplemente la picana eléctrica es tortura? La picana duele, quema, pero es un instante. Estar encadenado, incomunicado, aislado, sin poder ver ni comer bien, sin tener un abogado, no saber qué te espera, todo eso es también tortura. Yo decía ante el Tribunal que con todo eso que había relatado no hacía falta responder esa pregunta. Yo se lo que quieren escuchar los jueces pero quise transmitir eso en el Tribunal. Forma parte de mi conflicto general respecto a los juicios.” Forma parte, también, de su resabio de militancia, de un dispositivo que parece haberse despertado en su cabeza, esta vez, para decir todo y no guardarse nada. 

viernes, 17 de agosto de 2012

Es necesario.

Día 23

"Fuimos al Lago Maggiore - o Lago Mayor - aunque no es el más grande de los lagos de Italia. A pesar de lo que pareciera querer decir su nombre, es el segundo en tamaño.

No le ponía muchas fichas. Era el primer día que agarrábamos el auto y salíamos a recorrer el norte. Pensaba que me esperaría un lago, unas montañas y ya. Digo "ya" porque el día anterior habíamos llegado de París (o Pariyi, como le dicen acá) y yo pensaba que nada podía superar a esa ciudad. Era como si el viaje se hubiera terminado ahí e Italia hubiera sido sólo una yapa, un regalo antes de volver. Pero el Lago Mayor no es nada más un poco - un poco - parecido al sur argentino. Tiene dos islas y unas construcciones que no me recuerdan a nada de lo que vi alguna vez. Todo lo que lo bordea son distintos pueblitos con flores, muchas flores y colores, lugares poco turísticos. Hablás español y te miran con sorpresa.

En la Isola Bella - o Isla Bella - está el Palacio del cardenal Borromeo. Para llegar tenés que tomar una lancha y hacer un viaje de diez o quince minutos.

(Debo interrumpir la cronología para decir que algo me pasa con despegar los pies de la tierra. Tengo un problema con viajar por aire y mar. La nada. No se. Me decís lanchita, barco, avión - salvando las distancias entre uno y otro - y pienso "¿Es necesario?". Lo mismo me pasó ese día. Pero apenas sentí la ondulación del lago me dejé de joder. Era hermoso estar ahí. El simbolismo es tan obvio que me causa un poco de gracia. Esto de estar tan en movimiento se ve que no me mata. Más bien estoy viviendo. No olvidar. Escribir y subrayar esta parte).


Entré al palacio como aburrida. Qué se yo. Estaba el lago ahí. No se si quería visitar el palacio de un cardenal, un lugar interior, habiendo tanto sol afuera. Además, todavía no tenia confianza en Roberto, en sus elecciones. El lugar era antiguo, medieval, pre moderno y típico en el sentido de histórico. Pero las vistas desde los jardines y las ventanas eran hermosas. Todo era lago. Cómo vas a llegar hasta ahí y no vas a entrar al palacio. El lago inmenso y azul.

Comimos en un lugar que había cerca y tomamos otra lancha a la Isla de los pescadores. Roberto insistía en que por más de que tuviéramos que seguir viaje no podíamos perdernos esa Isla, así que fuimos. Otra vez sentí desconfianza. Llegamos. Estaba llena de casitas, calles y algunos pocos negocios. Desde cada lugar se veía siempre el lago, a un costado u otro, rodeando la isla pequeña, y entonces - a esa altura del día - me di cuenta de que Roberto sí sabía a dónde nos estaba llevando. Tomamos un gelatto - cómo no hacerlo - y antes de subir a la lancha otra vez Roberto me regaló un libro del Lago Mayor, en español, para que entendiera mejor de qué se trataba la historia del lugar y me llevara buenas fotos. El tipo está en todo, pendiente, queriendo que estés bien. Eso de que sea una persona tan presente me da ganas de llorar. No se por qué, quizás tenga que ver con que encontrarse con alguien así en medio de tanta mezquindad te descoloca. Ese día Roberto me dijo Yuli y con eso inició la amistad.


Volvimos a las orillas del Lago y buscamos el auto para ir a Lugano, a cruzar la frontera y echarle un vistazo a Suiza. Estábamos cerca de los Alpes suizos. Era un quilombo llegar pero no estás cerca de los Alpes todos los días, así que fuimos, por intriga. Fue difícil. El camino era por montañas - nunca una tarea sencilla -así que para acortarlo tomamos un ferry - con auto incluido - que cruzaba todo el lago. Sentí la misma incomodidad de siempre: "¿otra vez viajar por agua?" y enseguida y también otra vez la ondulación, el viento pegando en la cara y con eso mi calma. La orilla alejándose, la nada, el agua, el sol, la lejanía de Buenos Aires.

Después de un camino en auto que duró sus horas cruzamos la frontera como si nada y llegamos a Lugano. Suiza me pareció lo que era de esperar: pulcro, correcto, lindo pero insulso. No me pasó nada muy grande frente a un Alpe. Igual, sólo estuvimos un rato y una gran parte de él paramos a tomar algo porque no dábamos más. A orillas de Lugano, en un bar muy after office lleno de suizos que hablaban italiano sólo pude ser cínica respecto a mi mirada. Saqué fotos a los yuppies que seguramente hablaban de trabajo y a los colores rojo y blanco que están en cada cartel, en cada publicidad, en cada logo, simbolizando la bandera suiza.














Emprendimos la vuelta como a las ocho de la noche y nos perdimos. Roberto nos pedía perdon todo el tiempo. Excusi, excusi, una y otra vez. Pero la culpa, en esos casos, no es de nadie.



No olvidar mencionar que como llegamos a las 23:30, no habíamos comido y estaba todo cerrado, Gina - la mamá de Roberto- nos preparó unos fideos espectaculares. Ah... la pasta italiana. "