lunes, 4 de marzo de 2013

Fumárselo

Me preparo para la ocasión. Una tarde de un febrero que jamás podía darme igual - por algo vuelvo a prender un Philip Morris después de 6 años y medio - me siento en el balcón, con las alegría del hogar enfrente y el sol todavía pegando en las baldosas. Le doy una seca. Siento un alivio avergonzante. Estoy ahí, débil, amando ese momento en que nadie me mira ni me juzga, en que largo el humo y me acuerdo de cuando fumaba y era más joven. Todo lo que pasó en todos estos años y nunca lo hice: ni ante la mayor ansiedad, ni la angustia, ni las ganas, ni la intriga, ni sentir el humo cerca. Jamás volví.

Fumo después de seis años y en ese mismo instante defraudo a mis amigos fumadores que me tenían como ejemplo. Cada uno de ellos me dirá más tarde que "para qué". A mí misma no me defraudo. Lo necesito. Por algún lado saltan las cosas. "Si pero ¿te vas a hacer mierda con el pucho?", me dice uno. No le contesto sobre las mil formas que puede tener cada uno de hacerse mal. Tal vez fumar un rato por no saber dónde meter la ansiedad sea menos nocivo que otras ansiedades. O capaz no y me esté equivocando y termine volviendo a fumar y tenga que volver a dejar de fumar otra vez. ¿Al final no hago lo mismo que todos?Hacer, deshacer, volver a hacer, seguir haciendo, dejar, deshacer, volver.

Pienso qué gran cliché. La minita esta que soy agarró las llaves y fue hasta el kiosco y se compró un atado de diez porque no la calmaba nada. Fue al balcón y se fumó el cigarrillo. Se fumó el dolor. Porque se puede rozar lo feo, se puede llenar el propio aire de mierda inútil pero también se puede parar de hacerlo, cuando sea, donde sea y como sea, porque una vez más anda dando vueltas muy de cerca la certeza de que todo y todos somos prescindibles.