viernes, 17 de agosto de 2012

Es necesario.

Día 23

"Fuimos al Lago Maggiore - o Lago Mayor - aunque no es el más grande de los lagos de Italia. A pesar de lo que pareciera querer decir su nombre, es el segundo en tamaño.

No le ponía muchas fichas. Era el primer día que agarrábamos el auto y salíamos a recorrer el norte. Pensaba que me esperaría un lago, unas montañas y ya. Digo "ya" porque el día anterior habíamos llegado de París (o Pariyi, como le dicen acá) y yo pensaba que nada podía superar a esa ciudad. Era como si el viaje se hubiera terminado ahí e Italia hubiera sido sólo una yapa, un regalo antes de volver. Pero el Lago Mayor no es nada más un poco - un poco - parecido al sur argentino. Tiene dos islas y unas construcciones que no me recuerdan a nada de lo que vi alguna vez. Todo lo que lo bordea son distintos pueblitos con flores, muchas flores y colores, lugares poco turísticos. Hablás español y te miran con sorpresa.

En la Isola Bella - o Isla Bella - está el Palacio del cardenal Borromeo. Para llegar tenés que tomar una lancha y hacer un viaje de diez o quince minutos.

(Debo interrumpir la cronología para decir que algo me pasa con despegar los pies de la tierra. Tengo un problema con viajar por aire y mar. La nada. No se. Me decís lanchita, barco, avión - salvando las distancias entre uno y otro - y pienso "¿Es necesario?". Lo mismo me pasó ese día. Pero apenas sentí la ondulación del lago me dejé de joder. Era hermoso estar ahí. El simbolismo es tan obvio que me causa un poco de gracia. Esto de estar tan en movimiento se ve que no me mata. Más bien estoy viviendo. No olvidar. Escribir y subrayar esta parte).


Entré al palacio como aburrida. Qué se yo. Estaba el lago ahí. No se si quería visitar el palacio de un cardenal, un lugar interior, habiendo tanto sol afuera. Además, todavía no tenia confianza en Roberto, en sus elecciones. El lugar era antiguo, medieval, pre moderno y típico en el sentido de histórico. Pero las vistas desde los jardines y las ventanas eran hermosas. Todo era lago. Cómo vas a llegar hasta ahí y no vas a entrar al palacio. El lago inmenso y azul.

Comimos en un lugar que había cerca y tomamos otra lancha a la Isla de los pescadores. Roberto insistía en que por más de que tuviéramos que seguir viaje no podíamos perdernos esa Isla, así que fuimos. Otra vez sentí desconfianza. Llegamos. Estaba llena de casitas, calles y algunos pocos negocios. Desde cada lugar se veía siempre el lago, a un costado u otro, rodeando la isla pequeña, y entonces - a esa altura del día - me di cuenta de que Roberto sí sabía a dónde nos estaba llevando. Tomamos un gelatto - cómo no hacerlo - y antes de subir a la lancha otra vez Roberto me regaló un libro del Lago Mayor, en español, para que entendiera mejor de qué se trataba la historia del lugar y me llevara buenas fotos. El tipo está en todo, pendiente, queriendo que estés bien. Eso de que sea una persona tan presente me da ganas de llorar. No se por qué, quizás tenga que ver con que encontrarse con alguien así en medio de tanta mezquindad te descoloca. Ese día Roberto me dijo Yuli y con eso inició la amistad.


Volvimos a las orillas del Lago y buscamos el auto para ir a Lugano, a cruzar la frontera y echarle un vistazo a Suiza. Estábamos cerca de los Alpes suizos. Era un quilombo llegar pero no estás cerca de los Alpes todos los días, así que fuimos, por intriga. Fue difícil. El camino era por montañas - nunca una tarea sencilla -así que para acortarlo tomamos un ferry - con auto incluido - que cruzaba todo el lago. Sentí la misma incomodidad de siempre: "¿otra vez viajar por agua?" y enseguida y también otra vez la ondulación, el viento pegando en la cara y con eso mi calma. La orilla alejándose, la nada, el agua, el sol, la lejanía de Buenos Aires.

Después de un camino en auto que duró sus horas cruzamos la frontera como si nada y llegamos a Lugano. Suiza me pareció lo que era de esperar: pulcro, correcto, lindo pero insulso. No me pasó nada muy grande frente a un Alpe. Igual, sólo estuvimos un rato y una gran parte de él paramos a tomar algo porque no dábamos más. A orillas de Lugano, en un bar muy after office lleno de suizos que hablaban italiano sólo pude ser cínica respecto a mi mirada. Saqué fotos a los yuppies que seguramente hablaban de trabajo y a los colores rojo y blanco que están en cada cartel, en cada publicidad, en cada logo, simbolizando la bandera suiza.














Emprendimos la vuelta como a las ocho de la noche y nos perdimos. Roberto nos pedía perdon todo el tiempo. Excusi, excusi, una y otra vez. Pero la culpa, en esos casos, no es de nadie.



No olvidar mencionar que como llegamos a las 23:30, no habíamos comido y estaba todo cerrado, Gina - la mamá de Roberto- nos preparó unos fideos espectaculares. Ah... la pasta italiana. "




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