sábado, 30 de octubre de 2010

Un remo gigante



Hubo un día de este año en que ya no dio para más. Tuve que ir a la baulera a buscar el remo gigante. El bote lo tenía a mano, pero no ese remo, tan enorme. ¿No era demasiado grande? Sin embargo era el mismo de siempre, el XXL que guardo para ocasiones especiales. Tenía polvo, hacía mucho que no lo sacaba a la calle, pero estaba en perfectas condiciones. Eso sí.

Me asomé por la ventana y entendí el tamaño del objeto, al ver ese torrente de agua que corría. Me llevó un tiempo acondicionar los elementos y un día que no recuerdo me calcé unos guantes, un salvavidas, las botas de lluvia, el piloto, mi mp4 y me lancé a las aguas con el bote y mi enorme remo. Me llevó semanas aprender a realizar el movimiento y soportarlo. Al principio me dolían los brazos, el pecho, la cabeza. Remé y remé con toda mi fuerza, en medio del agua podrida, para poder llegar a mi orilla. Hay mucho tránsito. Ví un par de conocidos. A algunos los saludé y con otros me hice la boluda.

A medida que avanzo, el agua se va poniendo más tranquila y más cristalina.

Ahí ando, si me ven pasar o nos cruzamos, salúdenme. Soy la de los auriculares y el remo gigante.


PD: no soy el pibito de la foto.

viernes, 29 de octubre de 2010

Los que nunca


El miércoles dormí poco. Me levanté temprano porque el censo llegó a mi casa a las 8:30 de la mañana. Enseguida me enteré de la muerte de Néstor y ya no pude dormirme más, hasta bien tarde. Perdí la noción temporal ¿Era verdad lo innombrable?

El dolor y el desconcierto se me calmaron recién a la noche, después de mirar el programa especial de 678, en el que escuché a otras personas hablando sobre Néstor. Lo hacían con tristeza, mucha, pero también imaginaban un futuro esperanzador y manifestaban una fe incuestionable hacia la Presidenta. Parecía haber esa mezcla de desconcierto y dolor que genera la muerte de cualquier persona con la satisfacción, en este caso, de que quien se fue dejó una enseñanza, una pasión y un proyecto para un país. Esas tres cosas, todo eso, es vida que nos vamos contagiando para no vivir tristes por la persona que ya no está. Durante todo el programa lloré con congoja, con fuerza, con dolor. Cuando terminaron todos los relatos me sentí, al fin, aliviada. Ya no estaba tan desolada.

Digo desolada no azarosamente. La desolación existió en el momento en que sentí la injusticia, como si la muerte supiera sobre lo que es justo. Tengo 24 años. Las pocas veces que me tocó votar, voté partidos chicos, de izquierda. Lo hice como una forma de resistencia, un voto bronca, porque impugnar me parecía lo mismo que no ir. Desde hace pocos años, tuve cambios en mi ideología y con esfuerzo asumí que debía hacerme cargo de mi postura política: bancaba a Cristina, cuando muchos la odiaban. Desde que apoyo un proyecto político fuerte, que puede ganar elecciones presidenciales y que por si fuera poco está actualmente en ejercicio, tengo otra responsabilidad. Porque si la elijo, después no puedo decir “yo no la voté”.

Estas convicciones, además, las comparto con la mayoría de las personas que más quiero. Si me lo hubiese imaginado hace algunos años, me hubiese parecido impensable. ¿Yo llamar a una amiga a las 10 de la mañana de un feriado para contarle consternada la muerte de un político y que a ella la entristezca tanto como a mí? ¿Que más tarde me llame otra amiga, de familia radical, diciéndome “esto es terrible”, sin consuelo, por la muerte de ese político? Y el miércoles sucedió. Tuve bronca porque sentía que algo se nos estaba cayendo encima de la cabeza y era todo eso por lo que habíamos apostado que podía pasar si seguíamos por este camino, como sociedad. Era la primera vez que nosotros, muchos jóvenes, hacíamos una apuesta ideológica, poníamos una ficha a un proyecto político. Con sus errores y sus aciertos, pero lo apoyábamos.

En mi imaginación aparecieron los malos y los tibios y dieron vuelta el rumbo, como si la política tuviera una cuota de azar, un instante ínfimo que permite que todo lo planeado cambie y tome un giro opuesto. Pero no es así y no por azar, tampoco, me tranquilicé. No fui aplastada por nada, las ideas no se cayeron encima de nadie. Me alcanzó con observar y escuchar la realidad y los sentimientos de los otros para saber que el proyecto político va a continuar porque muchos queremos que así sea. Y le dije adiós a mi desolación.

El jueves me desperté tranquila. Tuve la posibilidad y voluntad de estar en la plaza durante la tarde. Canté todo lo que había que cantar, al rayo del sol. Anduve por ahí, fui de un lado a otro. Quería VER, observar lo que pasaba, no a través del recorte de una pantalla ni por medio del relato de los demás. Necesitaba inspeccionar y armarme mi propio panorama: quiénes, cuántos, cómo eramos.

No fui sola. Fui con mi mamá y por supuesto, tampoco por azar. La vi mal con la noticia y le pregunté si tenía ganas de acompañarme. Ella, que mira todo por tele, la que nunca va a movilizaciones, que odia las multitudes y teme a la militancia, la que apoya este modelo pero no encuentra otros seguidores y se siente sola, me dijo que sí y vino conmigo. Cuando íbamos llamamos a mi abuelo, que no vive en Buenos Aires, para contarle que estábamos yendo a la plaza. Y él, que nunca llora, no pudo parar de llorar. Intentamos que se calme pero era imposible.

Mi abuelo, militante apasionado y fiel peronista desde siempre, tampoco lloraba de casualidad sino porque creyó hasta hace poco que la política agonizaba. Vio prácticamente morir al peronismo en su pueblo. No votó a Kirchner pero con el tiempo empezó a gustarle un poco Néstor. Después, se enamoró de Cristina. La apoyó con vergüenza y a escondidas: vive en un lugar donde todos son “el campo”. El jueves, ante nuestros intentos de que se calme, nos pedía que lo dejemos llorar porque necesitaba desahogarse, pensaba que no iba a volver a ver una movilización similar como las que generaba Perón. Me preguntó, como siempre, si había muchos jóvenes que los apoyaban. “Si abuelo, nosotros los bancamos, vamos a estar en la plaza” le dije. Y después pensé en "nosotros los jóvenes", los que nunca antes tuvimos sentimientos políticos fuertes hacia nadie, los que crecimos en los hipócritas años de los noventa, idiotizados, despolitizados, los que comenzábamos a adolecer mientras la gente salía a la calle a gritar que se vayan todos. Por fin llegamos a la plaza, mi mamá y yo. Juntas cantamos, caminamos y observamos. Ella les pudo poner caras, a esas miles de personas que piensan parecido a ella, parecido a mí. Existen. No son rumores ni cifras abstractas.

En la plaza sentí, sobre todo, ternura. Porque ternura es eso que aparece cuando algo nos despierta amor, unas ganas de dar un abrazo, nos llega, nos sonríe. Encontré mucha ternura en ver a tantos jóvenes, en las madres y los padres como mi mamá con hijas e hijos de mi edad, en las agrupaciones que impulsaban a cantar con pasión, en las parejas de señores y señoras mayores que hacían una cola interminable tras una valla para despedirse de Néstor, bajo el rayo de sol de las 3 de la tarde, que pegaba y cómo. Encontré lo mismo en quienes andaban sacando fotos, buscando captar en una imagen, una sola, esa ínfima porción de plaza que pudiera expresar lo que se siente. La encontré también en las parejas que iban con sus hijos en brazos, con sus bebés en cochecito, en quienes andaban en silla de ruedas buscando el mejor camino para llegar a colgar una flor en la reja de la Casa de Gobierno, para Néstor y Cristina. Encontré la ternura en los que andarían ahí “para ver”, como yo. En los que miraban la pantalla gigante desorientados, en los que se cubrían del sol con lo que fuera posible, en los que se abrazaban con gente que encontraban, en todos nosotros, de distintos ámbitos sociales y edades, saltando y cantando para no ser de Clarín, militar, gorila ni traidor. En los aplausos. En la unión, en los vínculos espontáneos que surgen en situaciones como esa, en nuestra humanidad.

En estos días sentí alegría por mi abuelo. Sentí orgullo por mi mamá. Sentí tranquilidad por tener los amigos que tengo. No podemos estar equivocados ni yo ni toda esa gente que hubo en la plaza todos estos días, la que no pudo ir, la que tiene vergüenza de animarse a decir que se siente bien con este modelo, los jóvenes, los más viejos, los que se sintieron excluidos por gobiernos anteriores. Somos muchos, con caras y cuerpos, no somos números, estadísticas. Somos personas cantándole a la Presidenta, pidiéndole por favor que siga, que profundice este modelo. Diciéndole que tiramos para el mismo lado.

Néstor Kirchner no está mas. Eso no lo podemos reparar. Ante la muerte, sólo el tiempo consigue apaciguar el dolor. Podemos recordarlo y así vivirá, de otra forma. Pero no quedará un silencio, sino mucha vitalidad. Lo demostraron el montón de jóvenes llorando por su pérdida y dando fuerza a Cristina, los viejitos al sol haciendo cola de horas y horas para entrar a despedirse de su querido Néstor, los desconocidos de twitter, los de Belgrano y Palermo mezclados con gente de zona sur, del oeste, extranjeros, catamarqueños, jujeños, de todas las provincias.

Éramos muchos ahí, inclusive los que nunca…

personas que seremos el fiel respaldo de este proyecto político.

Entonces, si bien el dolor sube y baja, lloro y paro, me tranquilizo y me angustio, también aparece y reaparece la tristeza transformada en emoción.


martes, 26 de octubre de 2010

lunes, 25 de octubre de 2010

Pescetti: te necesitábamos en 1990



Conocí a Pescetti hace alrededor de cinco años porque mi tía me invitó a verlo al teatro con mi primito. El grupo de salida estaba compuesto por nosotros tres y una amiga mía que se coló porque le divierten las obras infantiles. Nos esperábamos una obra más para niños.

El tipo apareció en el escenario, se presentó con su tono mexicano y comenzó a cantar canciones. Intercalaba haciendo juegos. Creo que en ese momento me perdí con él, me dejé llevar. Jugué a todos sus juegos. Los cuatro lo hicimos. Pescetti te transporta. Las letras de sus temas son divertidas y muy ciertas, para la identificación de grandes y de chicos. Es irónico, inteligente en sus frases e innovador en sus melodías, que no son las típicas para niños. Hay blues, un poco de rock, valsecitos, canciones para tocar con la guitarra.

Cuando yo tenía la edad de mi primito por entonces, en 1990, existían Las Trillizas de Oro, Flavia Palmiero, Carlitos Balá, Xuxa. Ellos eran los ídolos. Algún acierto habrán tenido, pero no ese del "no se qué" que genera identificación y lo hace a uno sentirse más cerca de la humanidad, de las cosas que nos pasan. También estaba María Elena Walsh, a quien algo podemos agradecer. Lo que no se es quién compuso algunas canciones de tanta popularidad como "En el viejo hospital de los muñecos, llegó el pobre Pinocho malherido". Yo la vivía cantando y cada vez que la recuerdo y soy consciente de su letra me dan ganas de preguntarle al compositor en qué pensaba, qué mal aquejaba su vida como para hacer un tema tan deprimente. Y encima triunfar. Hay gente que tiene suerte.

Lo que llama la atención es que no recuerdo haberme sentido identificada con los temas musicales, cuentos o juegos que existían en mi niñez. Por eso es que ni bien comenzó el espectáculo de Pescetti y tras escuchar esas letras, sentí lo que hubiese influido en mi niñez si hubiera existido uno como él que me cantara esas canciones. Habla de la relación entre la madre, el padre y el hijo, del amor, de gustar de alguien, de las peleas entre padres, del placer del juego, de los campamentos, de comerse los mocos y de las comidas horribles a las que algunos padres someten a sus hijos, de no poder dormirse, de los miedos. "Mamá no quiero que hoy vayas al trabajo", "Lo que más te gusta de mí es que gusto de vos", "Ricardito no me come nada este niño se alimenta con el aire" "Papá tiene una semillita que la guarda escondida porque no queda bien andar con la semillita al aire, mamá tiene un sobre donde guarda la semilla". Infinitas partes de canciones que ridiculizan la educación que recibimos, que se ríen de las cosas que pasan en la infancia y entre los padres y los hijos.

Por eso Pescetti me parece totalmente innovador. No soy original, es muy halagado en la actualidad por las corrientes educativas más reformistas. Es provocador, tiene contenido en un ámbito como el de la niñez que se construye socialmente como algo tan naif y en el que no debe hablarse de ciertos temas. Pescetti es una especie de derribador de tabúes. Lo ves en vivo y arrasa con todo, se lleva por delante el funcionamiento de la familia, el sistema educativo, todo, todito, sentado en una banqueta en un teatro con un micrófono y una guitarra. Él, tan simple y tan complejo, tocó ese algo que alguien roza cuando algo nos encanta.

Poco tiempo después de que fui a verlo, descubrí que él había escrito Natacha, un libro que sí leí en mi infancia y que adoraba por lo gracioso y lo desestructurado. Me gustó saber que en algún momento de aquellos años llegué a sentir algo de la esencia de Pescetti.

Hay que saber que él en realidad es argentino y vivió muchos años en México. Además de cantor y compositor de canciones infantiles, y digámoslo, para adultos, es musicoterapeuta y pedagogo. Se dedica de lleno a proponer desde su lugar un modo distinto de llegar a los chicos y a sus padres, a través de la música y el juego. Realiza charlas para maestros. Y es como antes dije, escritor. Mantiene actualizado constantemente su blog personal, que tiene mucha información sobre sus obras y canciones y que cualquiera que conserve un poco de su niño oculto, debe visitar. O como adulto. Lo mismo da.

Nos pusimos serios

El blog se está poniendo serio. Y si bien eso queremos un poquito (la que soy ahora y todas las demás versiones), tampoco tanto. Parece re fácil pero hacer un blog es un quilombo. Si querés darle un único sentido, digo. Si buscás que sea prolijito, coherente, inteligente y bonito. ¿Quién puede? Es imposible así que empezaré a mezclar todo y decir lo que se me venga en ganas (por ejemplo decir "lo que se me venga en ganas").

Nada tiene un único sentido chicas, chicos. No insistamos más.

viernes, 15 de octubre de 2010

Cosas que pasan

Desde la parte trasera de su cabeza, naciente de la profundidad de su universo etéreo, tan cerca y tan lejos, se anunciaba una lágrima que tardaría en llegar. Percibió sin embargo que ya estaba en camino, entonces dio la orden de que todo lo que pudiese frenar su llegada se le interpusiera. Pensó en otras cosas y buscó, desesperadamente, recuerdos capaces de revertir la terrible e impensable situación que se aproximaba. Para ella, la lágrima simbolizaba la más vergonzosa debilidad.

Justo cuando se encontraba en la cumbre de su desesperación y hubiese hecho cualquier cosa con tal de evitar el mal momento, sintió que sus ojos miraban ya empañados. Vio el piso nublado, su cabeza en todo momento había apuntado hacia abajo. No había remedio, la sensación se intensificaba cada vez más y más cerca del entrecejo, iba desde detrás de la nariz hacia alguna parte que quedaba delante de su cara. Tragó saliva con fuerza, como si en ese trago pudiese también llevarse la angustia o llevárselo a él. La única posibilidad, si así puede llamarse a algo muy improbable pero que como poder ser puede ser, era que al levantar la vista él ya no estuviera y entonces todo hubiera sido producto de su imaginación, perteneciente a alguna otra vida, o que él hubiese comprendido que tenia que irse, por ella.

Caían una lagrima y otra retardadas por todo el esfuerzo destinado a alargar su nacimiento para que, al menos, se tratara sólo de un llanto corto, uno que se le “había escapado” tal vez por haber bebido tanto vino. Echarle la culpa al alcohol… Seguía mirando para abajo, hacia sus piernas que estaban inmóviles y tensas, sosteniendo su estructura ósea y absorbiendo alguna que otra lágrima que iba directo a disolverse en la tela de su pantalón. Pensó en el día en que lo había comprado. Caminaba por una avenida, lo vio en una vidriera y se lo probó. Le sentaba justo. Todo era hermoso en aquel lugar: los probadores, el techo, la exactitud de la luz, sus manos, su pelo, la juventud. En esos días él no existía, ella era completamente libre y fresca. Todo le parecía triste y lejano. No era esa una situación para sentirse hermosa, ni siquiera bien.

El no decía nada. ¿Estaría todavía ahí? Ya empezaba a dudar realmente. Con tal de reducir el daño comenzaba a creer que tal vez era posible que él ya no estuviera. Llamaba su atención que no le dijese nada durante esos minutos, que fueron pocos, pero duraron mucho. ¿No sabría qué decir? ¿Prefería no decirle? Qué triste era que no supiera qué decir. Siempre hay algo para decir. Que triste sería que prefiriese no decirle nada. Nada de nada.

En aquel momento se convenció de que era capaz de odiar a alguien. Siempre supo que era probable aquello de sentir fuertes punzadas, incomodidades, impotencias. Sabía que muchas veces se sufre a costa de la propia voluntad, pero ahora descubría que lo había olvidado. Este hombre le ponía punto a la historia, sin pedirle permiso ni opinión. Venía al encuentro simplemente a contarle su decisión y a explicarle el por qué. En esos días ella hubiese pedido por favor que le mintieran y le dijeran que todo era una ilusión, que en verdad él se había asustado y volvería y creerlo por un tiempo hasta darse cuenta de que no.

Era mejor no levantar la vista y esperar a que algo pasara porque mirarlo era confirmar que todo era verdad. Podía escapar, al menos por un rato, si se detenía a mirar los poros de la tela de su jean, imaginar cómo es que la tela se fabrica, contar cuántas líneas blancas y puntitos apilados verticales se veían, cuántos horizontales. Imaginar obreros y obreras y maquinas y fabricas y vendedores. Imaginar el camino de los pantalones, los precios, las caras de la gente al verlos, imaginarse a ella misma caminando contenta con ese mismo pantalón y sin ese hombre, imaginar que ese tipo nunca había existido y que el ultimo día vivido había sido aquel en que entró a la tienda. En definitiva, ese pantalón que llevaba puesto era la causa de su tristeza y su desgracia. Era también su desilusión. La culpa no era de nadie. Eran cosas que pasan.

Como se convenció de eso, levantó la cabeza. Mejillas húmedas y ojos vidriosos. Nada que esconder. Lo miró fugazmente a los ojos. Con la mirada dibujaba sutiles diagonales, como si mirara distraída. Veía los colores y las luces más expandidas de lo habitual. Pensó que sólo desde la tristeza puede comprenderse la realidad: una cena triste, un amor que ya se iba por las puertas, las ventanas, los ojos y las manos. Entonces, él habló:

-Te entiendo - le dijo.


viernes, 8 de octubre de 2010

Como las horas del día.

Ayer nos estábamos poniendo al día con una amiga y en medio de los relatos de nuestras respectivas crisis que ambas asociamos con el crecimiento, me dice, con tono contundente y muy seria, respecto a una peleíta que tuvo con un compañero de la facultad:

"Entonces le dije que estábamos grandes para esas cosas. Todo bien pero yo ya tengo... ya tengo... tengo... PARÁ ¿¿¿cuántos años tengo yo???"

Le respondo "Ehh... pará. Tenemos... ehm 24. Sí. 24 ¿no?"

No faltó la risa lametable ni la conclusión para una pequeña ayudita que evite futuros incovenientes.

" Boluda, tenemos como las horas del día! Así nos acordamos seguro."


Por las dudas. Entre amigos vale todo, pero sino, se complica.



miércoles, 6 de octubre de 2010

Prefiero el banquito, lindo

Por momentos, Gabriel roza mi pierna con su pierna. Y lo sabe. Se apoya en mí, deja escapar un suspiro leve que llega hasta mi cuello. Y lo sabe. Me agarra del brazo, me da un beso en el hombro. Y lo sabe. Los demás nos miran cómo diciendo “¿qué hacen?”.

- Estoy cansado – me dice.

- ¿Por? – le pregunto.

- Porque ayer salí y me dormí tarde – me responde.

- Ah, y si. ¿Qué hiciste? – le pregunto. Asoma una sonrisa.

- Salí con una amig… –

- Claro ¡con una amiga! – le digo y río.

- Si… no me hagas acordar que me dan ganas de volver – me dice con sonrisa de lado a lado.

Nuestra conversación no es la única, hay otros que hablan y que nosotros no escuchamos. Hay muchas personas. Me paro, camino hasta la mesa y sirvo más vino en mi copa. De qué río, pienso. Miro mi silla vacía, intacta, al lado de la suya. Lo miro y sigo sonriendo. Agarro un pequeño banco, que nadie parece ni advertir y lo pongo en un hueco, cerca de un desconocido. Ahí me siento. Volver a la comodidad de la silla es una contradicción si Gabriel está sentado al lado.