sábado, 30 de octubre de 2010
Un remo gigante
viernes, 29 de octubre de 2010
Los que nunca
El miércoles dormí poco. Me levanté temprano porque el censo llegó a mi casa a las 8:30 de la mañana. Enseguida me enteré de la muerte de Néstor y ya no pude dormirme más, hasta bien tarde. Perdí la noción temporal ¿Era verdad lo innombrable?
El dolor y el desconcierto se me calmaron recién a la noche, después de mirar el programa especial de 678, en el que escuché a otras personas hablando sobre Néstor. Lo hacían con tristeza, mucha, pero también imaginaban un futuro esperanzador y manifestaban una fe incuestionable hacia
Digo desolada no azarosamente. La desolación existió en el momento en que sentí la injusticia, como si la muerte supiera sobre lo que es justo. Tengo 24 años. Las pocas veces que me tocó votar, voté partidos chicos, de izquierda. Lo hice como una forma de resistencia, un voto bronca, porque impugnar me parecía lo mismo que no ir. Desde hace pocos años, tuve cambios en mi ideología y con esfuerzo asumí que debía hacerme cargo de mi postura política: bancaba a Cristina, cuando muchos la odiaban. Desde que apoyo un proyecto político fuerte, que puede ganar elecciones presidenciales y que por si fuera poco está actualmente en ejercicio, tengo otra responsabilidad. Porque si la elijo, después no puedo decir “yo no la voté”.
Estas convicciones, además, las comparto con la mayoría de las personas que más quiero. Si me lo hubiese imaginado hace algunos años, me hubiese parecido impensable. ¿Yo llamar a una amiga a las 10 de la mañana de un feriado para contarle consternada la muerte de un político y que a ella la entristezca tanto como a mí? ¿Que más tarde me llame otra amiga, de familia radical, diciéndome “esto es terrible”, sin consuelo, por la muerte de ese político? Y el miércoles sucedió. Tuve bronca porque sentía que algo se nos estaba cayendo encima de la cabeza y era todo eso por lo que habíamos apostado que podía pasar si seguíamos por este camino, como sociedad. Era la primera vez que nosotros, muchos jóvenes, hacíamos una apuesta ideológica, poníamos una ficha a un proyecto político. Con sus errores y sus aciertos, pero lo apoyábamos.
En mi imaginación aparecieron los malos y los tibios y dieron vuelta el rumbo, como si la política tuviera una cuota de azar, un instante ínfimo que permite que todo lo planeado cambie y tome un giro opuesto. Pero no es así y no por azar, tampoco, me tranquilicé. No fui aplastada por nada, las ideas no se cayeron encima de nadie. Me alcanzó con observar y escuchar la realidad y los sentimientos de los otros para saber que el proyecto político va a continuar porque muchos queremos que así sea. Y le dije adiós a mi desolación.
El jueves me desperté tranquila. Tuve la posibilidad y voluntad de estar en la plaza durante la tarde. Canté todo lo que había que cantar, al rayo del sol. Anduve por ahí, fui de un lado a otro. Quería VER, observar lo que pasaba, no a través del recorte de una pantalla ni por medio del relato de los demás. Necesitaba inspeccionar y armarme mi propio panorama: quiénes, cuántos, cómo eramos.
No fui sola. Fui con mi mamá y por supuesto, tampoco por azar. La vi mal con la noticia y le pregunté si tenía ganas de acompañarme. Ella, que mira todo por tele, la que nunca va a movilizaciones, que odia las multitudes y teme a la militancia, la que apoya este modelo pero no encuentra otros seguidores y se siente sola, me dijo que sí y vino conmigo. Cuando íbamos llamamos a mi abuelo, que no vive en Buenos Aires, para contarle que estábamos yendo a la plaza. Y él, que nunca llora, no pudo parar de llorar. Intentamos que se calme pero era imposible.
Mi abuelo, militante apasionado y fiel peronista desde siempre, tampoco lloraba de casualidad sino porque creyó hasta hace poco que la política agonizaba. Vio prácticamente morir al peronismo en su pueblo. No votó a Kirchner pero con el tiempo empezó a gustarle un poco Néstor. Después, se enamoró de Cristina. La apoyó con vergüenza y a escondidas: vive en un lugar donde todos son “el campo”. El jueves, ante nuestros intentos de que se calme, nos pedía que lo dejemos llorar porque necesitaba desahogarse, pensaba que no iba a volver a ver una movilización similar como las que generaba Perón. Me preguntó, como siempre, si había muchos jóvenes que los apoyaban. “Si abuelo, nosotros los bancamos, vamos a estar en la plaza” le dije. Y después pensé en "nosotros los jóvenes", los que nunca antes tuvimos sentimientos políticos fuertes hacia nadie, los que crecimos en los hipócritas años de los noventa, idiotizados, despolitizados, los que comenzábamos a adolecer mientras la gente salía a la calle a gritar que se vayan todos. Por fin llegamos a la plaza, mi mamá y yo. Juntas cantamos, caminamos y observamos. Ella les pudo poner caras, a esas miles de personas que piensan parecido a ella, parecido a mí. Existen. No son rumores ni cifras abstractas.
En la plaza sentí, sobre todo, ternura. Porque ternura es eso que aparece cuando algo nos despierta amor, unas ganas de dar un abrazo, nos llega, nos sonríe. Encontré mucha ternura en ver a tantos jóvenes, en las madres y los padres como mi mamá con hijas e hijos de mi edad, en las agrupaciones que impulsaban a cantar con pasión, en las parejas de señores y señoras mayores que hacían una cola interminable tras una valla para despedirse de Néstor, bajo el rayo de sol de las 3 de la tarde, que pegaba y cómo. Encontré lo mismo en quienes andaban sacando fotos, buscando captar en una imagen, una sola, esa ínfima porción de plaza que pudiera expresar lo que se siente. La encontré también en las parejas que iban con sus hijos en brazos, con sus bebés en cochecito, en quienes andaban en silla de ruedas buscando el mejor camino para llegar a colgar una flor en la reja de la Casa de Gobierno, para Néstor y Cristina. Encontré la ternura en los que andarían ahí “para ver”, como yo. En los que miraban la pantalla gigante desorientados, en los que se cubrían del sol con lo que fuera posible, en los que se abrazaban con gente que encontraban, en todos nosotros, de distintos ámbitos sociales y edades, saltando y cantando para no ser de Clarín, militar, gorila ni traidor. En los aplausos. En la unión, en los vínculos espontáneos que surgen en situaciones como esa, en nuestra humanidad.
En estos días sentí alegría por mi abuelo. Sentí orgullo por mi mamá. Sentí tranquilidad por tener los amigos que tengo. No podemos estar equivocados ni yo ni toda esa gente que hubo en la plaza todos estos días, la que no pudo ir, la que tiene vergüenza de animarse a decir que se siente bien con este modelo, los jóvenes, los más viejos, los que se sintieron excluidos por gobiernos anteriores. Somos muchos, con caras y cuerpos, no somos números, estadísticas. Somos personas cantándole a
Néstor Kirchner no está mas. Eso no lo podemos reparar. Ante la muerte, sólo el tiempo consigue apaciguar el dolor. Podemos recordarlo y así vivirá, de otra forma. Pero no quedará un silencio, sino mucha vitalidad. Lo demostraron el montón de jóvenes llorando por su pérdida y dando fuerza a Cristina, los viejitos al sol haciendo cola de horas y horas para entrar a despedirse de su querido Néstor, los desconocidos de twitter, los de Belgrano y Palermo mezclados con gente de zona sur, del oeste, extranjeros, catamarqueños, jujeños, de todas las provincias.
Éramos muchos ahí, inclusive los que nunca…
personas que seremos el fiel respaldo de este proyecto político.
Entonces, si bien el dolor sube y baja, lloro y paro, me tranquilizo y me angustio, también aparece y reaparece la tristeza transformada en emoción.
martes, 26 de octubre de 2010
Catorce palabras y una coma alcanzan
lunes, 25 de octubre de 2010
Pescetti: te necesitábamos en 1990
Nos pusimos serios
viernes, 15 de octubre de 2010
Cosas que pasan
Desde la parte trasera de su cabeza, naciente de la profundidad de su universo etéreo, tan cerca y tan lejos, se anunciaba una lágrima que tardaría en llegar. Percibió sin embargo que ya estaba en camino, entonces dio la orden de que todo lo que pudiese frenar su llegada se le interpusiera. Pensó en otras cosas y buscó, desesperadamente, recuerdos capaces de revertir la terrible e impensable situación que se aproximaba. Para ella, la lágrima simbolizaba la más vergonzosa debilidad.
Justo cuando se encontraba en la cumbre de su desesperación y hubiese hecho cualquier cosa con tal de evitar el mal momento, sintió que sus ojos miraban ya empañados. Vio el piso nublado, su cabeza en todo momento había apuntado hacia abajo. No había remedio, la sensación se intensificaba cada vez más y más cerca del entrecejo, iba desde detrás de la nariz hacia alguna parte que quedaba delante de su cara. Tragó saliva con fuerza, como si en ese trago pudiese también llevarse la angustia o llevárselo a él. La única posibilidad, si así puede llamarse a algo muy improbable pero que como poder ser puede ser, era que al levantar la vista él ya no estuviera y entonces todo hubiera sido producto de su imaginación, perteneciente a alguna otra vida, o que él hubiese comprendido que tenia que irse, por ella.
Caían una lagrima y otra retardadas por todo el esfuerzo destinado a alargar su nacimiento para que, al menos, se tratara sólo de un llanto corto, uno que se le “había escapado” tal vez por haber bebido tanto vino. Echarle la culpa al alcohol… Seguía mirando para abajo, hacia sus piernas que estaban inmóviles y tensas, sosteniendo su estructura ósea y absorbiendo alguna que otra lágrima que iba directo a disolverse en la tela de su pantalón. Pensó en el día en que lo había comprado. Caminaba por una avenida, lo vio en una vidriera y se lo probó. Le sentaba justo. Todo era hermoso en aquel lugar: los probadores, el techo, la exactitud de la luz, sus manos, su pelo, la juventud. En esos días él no existía, ella era completamente libre y fresca. Todo le parecía triste y lejano. No era esa una situación para sentirse hermosa, ni siquiera bien.
El no decía nada. ¿Estaría todavía ahí? Ya empezaba a dudar realmente. Con tal de reducir el daño comenzaba a creer que tal vez era posible que él ya no estuviera. Llamaba su atención que no le dijese nada durante esos minutos, que fueron pocos, pero duraron mucho. ¿No sabría qué decir? ¿Prefería no decirle? Qué triste era que no supiera qué decir. Siempre hay algo para decir. Que triste sería que prefiriese no decirle nada. Nada de nada.
En aquel momento se convenció de que era capaz de odiar a alguien. Siempre supo que era probable aquello de sentir fuertes punzadas, incomodidades, impotencias. Sabía que muchas veces se sufre a costa de la propia voluntad, pero ahora descubría que lo había olvidado. Este hombre le ponía punto a la historia, sin pedirle permiso ni opinión. Venía al encuentro simplemente a contarle su decisión y a explicarle el por qué. En esos días ella hubiese pedido por favor que le mintieran y le dijeran que todo era una ilusión, que en verdad él se había asustado y volvería y creerlo por un tiempo hasta darse cuenta de que no.
Era mejor no levantar la vista y esperar a que algo pasara porque mirarlo era confirmar que todo era verdad. Podía escapar, al menos por un rato, si se detenía a mirar los poros de la tela de su jean, imaginar cómo es que la tela se fabrica, contar cuántas líneas blancas y puntitos apilados verticales se veían, cuántos horizontales. Imaginar obreros y obreras y maquinas y fabricas y vendedores. Imaginar el camino de los pantalones, los precios, las caras de la gente al verlos, imaginarse a ella misma caminando contenta con ese mismo pantalón y sin ese hombre, imaginar que ese tipo nunca había existido y que el ultimo día vivido había sido aquel en que entró a la tienda. En definitiva, ese pantalón que llevaba puesto era la causa de su tristeza y su desgracia. Era también su desilusión. La culpa no era de nadie. Eran cosas que pasan.
Como se convenció de eso, levantó la cabeza. Mejillas húmedas y ojos vidriosos. Nada que esconder. Lo miró fugazmente a los ojos. Con la mirada dibujaba sutiles diagonales, como si mirara distraída. Veía los colores y las luces más expandidas de lo habitual. Pensó que sólo desde la tristeza puede comprenderse la realidad: una cena triste, un amor que ya se iba por las puertas, las ventanas, los ojos y las manos. Entonces, él habló:
-Te entiendo - le dijo.
viernes, 8 de octubre de 2010
Como las horas del día.
miércoles, 6 de octubre de 2010
Prefiero el banquito, lindo
Por momentos, Gabriel roza mi pierna con su pierna. Y lo sabe. Se apoya en mí, deja escapar un suspiro leve que llega hasta mi cuello. Y lo sabe. Me agarra del brazo, me da un beso en el hombro. Y lo sabe. Los demás nos miran cómo diciendo “¿qué hacen?”.
- Estoy cansado – me dice.
- ¿Por? – le pregunto.
- Porque ayer salí y me dormí tarde – me responde.
- Ah, y si. ¿Qué hiciste? – le pregunto. Asoma una sonrisa.
- Salí con una amig… –
- Claro ¡con una amiga! – le digo y río.
- Si… no me hagas acordar que me dan ganas de volver – me dice con sonrisa de lado a lado.
Nuestra conversación no es la única, hay otros que hablan y que nosotros no escuchamos. Hay muchas personas. Me paro, camino hasta la mesa y sirvo más vino en mi copa. De qué río, pienso. Miro mi silla vacía, intacta, al lado de la suya. Lo miro y sigo sonriendo. Agarro un pequeño banco, que nadie parece ni advertir y lo pongo en un hueco, cerca de un desconocido. Ahí me siento. Volver a la comodidad de la silla es una contradicción si Gabriel está sentado al lado.