Por momentos, Gabriel roza mi pierna con su pierna. Y lo sabe. Se apoya en mí, deja escapar un suspiro leve que llega hasta mi cuello. Y lo sabe. Me agarra del brazo, me da un beso en el hombro. Y lo sabe. Los demás nos miran cómo diciendo “¿qué hacen?”.
- Estoy cansado – me dice.
- ¿Por? – le pregunto.
- Porque ayer salí y me dormí tarde – me responde.
- Ah, y si. ¿Qué hiciste? – le pregunto. Asoma una sonrisa.
- Salí con una amig… –
- Claro ¡con una amiga! – le digo y río.
- Si… no me hagas acordar que me dan ganas de volver – me dice con sonrisa de lado a lado.
Nuestra conversación no es la única, hay otros que hablan y que nosotros no escuchamos. Hay muchas personas. Me paro, camino hasta la mesa y sirvo más vino en mi copa. De qué río, pienso. Miro mi silla vacía, intacta, al lado de la suya. Lo miro y sigo sonriendo. Agarro un pequeño banco, que nadie parece ni advertir y lo pongo en un hueco, cerca de un desconocido. Ahí me siento. Volver a la comodidad de la silla es una contradicción si Gabriel está sentado al lado.
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