viernes, 15 de octubre de 2010

Cosas que pasan

Desde la parte trasera de su cabeza, naciente de la profundidad de su universo etéreo, tan cerca y tan lejos, se anunciaba una lágrima que tardaría en llegar. Percibió sin embargo que ya estaba en camino, entonces dio la orden de que todo lo que pudiese frenar su llegada se le interpusiera. Pensó en otras cosas y buscó, desesperadamente, recuerdos capaces de revertir la terrible e impensable situación que se aproximaba. Para ella, la lágrima simbolizaba la más vergonzosa debilidad.

Justo cuando se encontraba en la cumbre de su desesperación y hubiese hecho cualquier cosa con tal de evitar el mal momento, sintió que sus ojos miraban ya empañados. Vio el piso nublado, su cabeza en todo momento había apuntado hacia abajo. No había remedio, la sensación se intensificaba cada vez más y más cerca del entrecejo, iba desde detrás de la nariz hacia alguna parte que quedaba delante de su cara. Tragó saliva con fuerza, como si en ese trago pudiese también llevarse la angustia o llevárselo a él. La única posibilidad, si así puede llamarse a algo muy improbable pero que como poder ser puede ser, era que al levantar la vista él ya no estuviera y entonces todo hubiera sido producto de su imaginación, perteneciente a alguna otra vida, o que él hubiese comprendido que tenia que irse, por ella.

Caían una lagrima y otra retardadas por todo el esfuerzo destinado a alargar su nacimiento para que, al menos, se tratara sólo de un llanto corto, uno que se le “había escapado” tal vez por haber bebido tanto vino. Echarle la culpa al alcohol… Seguía mirando para abajo, hacia sus piernas que estaban inmóviles y tensas, sosteniendo su estructura ósea y absorbiendo alguna que otra lágrima que iba directo a disolverse en la tela de su pantalón. Pensó en el día en que lo había comprado. Caminaba por una avenida, lo vio en una vidriera y se lo probó. Le sentaba justo. Todo era hermoso en aquel lugar: los probadores, el techo, la exactitud de la luz, sus manos, su pelo, la juventud. En esos días él no existía, ella era completamente libre y fresca. Todo le parecía triste y lejano. No era esa una situación para sentirse hermosa, ni siquiera bien.

El no decía nada. ¿Estaría todavía ahí? Ya empezaba a dudar realmente. Con tal de reducir el daño comenzaba a creer que tal vez era posible que él ya no estuviera. Llamaba su atención que no le dijese nada durante esos minutos, que fueron pocos, pero duraron mucho. ¿No sabría qué decir? ¿Prefería no decirle? Qué triste era que no supiera qué decir. Siempre hay algo para decir. Que triste sería que prefiriese no decirle nada. Nada de nada.

En aquel momento se convenció de que era capaz de odiar a alguien. Siempre supo que era probable aquello de sentir fuertes punzadas, incomodidades, impotencias. Sabía que muchas veces se sufre a costa de la propia voluntad, pero ahora descubría que lo había olvidado. Este hombre le ponía punto a la historia, sin pedirle permiso ni opinión. Venía al encuentro simplemente a contarle su decisión y a explicarle el por qué. En esos días ella hubiese pedido por favor que le mintieran y le dijeran que todo era una ilusión, que en verdad él se había asustado y volvería y creerlo por un tiempo hasta darse cuenta de que no.

Era mejor no levantar la vista y esperar a que algo pasara porque mirarlo era confirmar que todo era verdad. Podía escapar, al menos por un rato, si se detenía a mirar los poros de la tela de su jean, imaginar cómo es que la tela se fabrica, contar cuántas líneas blancas y puntitos apilados verticales se veían, cuántos horizontales. Imaginar obreros y obreras y maquinas y fabricas y vendedores. Imaginar el camino de los pantalones, los precios, las caras de la gente al verlos, imaginarse a ella misma caminando contenta con ese mismo pantalón y sin ese hombre, imaginar que ese tipo nunca había existido y que el ultimo día vivido había sido aquel en que entró a la tienda. En definitiva, ese pantalón que llevaba puesto era la causa de su tristeza y su desgracia. Era también su desilusión. La culpa no era de nadie. Eran cosas que pasan.

Como se convenció de eso, levantó la cabeza. Mejillas húmedas y ojos vidriosos. Nada que esconder. Lo miró fugazmente a los ojos. Con la mirada dibujaba sutiles diagonales, como si mirara distraída. Veía los colores y las luces más expandidas de lo habitual. Pensó que sólo desde la tristeza puede comprenderse la realidad: una cena triste, un amor que ya se iba por las puertas, las ventanas, los ojos y las manos. Entonces, él habló:

-Te entiendo - le dijo.


3 comentarios:

  1. guau... me conmoviste mucho...
    yo tambien te entiendo...
    pase y me gustó!
    Saludos!

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  2. leo recién ahora el comentario!
    Muchas gracias, estás invitada a pasar cuando quieras. Ahora chusmeo un poco tu blog.
    Saludos

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  3. me imagine todo el momento, me gusto mucho juli
    marian

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